Por: Julio César Franco Gutiérrez Consejero académico del Observatorio de Seguridad Humana de la Región de Apatzingán
La Organización Mundial de la Salud (OMS) considera a la violencia como un problema de salud pública y la define en su Informe Mundial sobre la Violencia y la Salud (2002) de la siguiente forma:
El uso deliberado de la fuerza física o el poder, ya sea en grado de amenaza o efectivo, contra uno mismo, otra persona o un grupo o comunidad, que cause o tenga muchas probabilidades de causar lesiones, muerte, daños psicológicos, trastornos del desarrollo o privaciones
[1].
La violencia como fenómeno social es un problema multicausal. Encuentra su raigambre en el desarrollo histórico de los conglomerados humanos: las formas deficientes en que los conflictos o las disputas por los recursos disponibles son encausadas y la inadecuación o inoperancia de las normas legales o consuetudinarias con que se regulan las interacciones entre personas y colectivos. Por otra parte, las formas en que se manifiesta y se reproduce la violencia son también diversas: según los estudios de Johan Galtung -uno de los pioneros en los estudios sobre conflictos sociales y la construcción de paz como alternativa de resolución-, podemos distinguir al menos tres categorías:
- La violencia directa, que causa un daño físico o psicológico inmediato.
- La violencia estructural, que impide el acceso a derechos o servicios constitutivos de la dignidad humana.
- Y la violencia simbólica o cultural, que reproduce estereotipos, prejuicios o fobias que atacan la igualdad de las personas, ya sea de forma externalizada o interiorizada.
La violencia es un componente central de la inestabilidad social, cuya variedad de manifestaciones se prolongan en el tiempo y se agudizan en las sociedades por factores que la reproducen, como la desigualdad económica o la falta de acceso a la justicia, destacadamente. La violencia socaba, por tanto, a la salud pública como a los sistemas democráticos y al desarrollo económico de las sociedades.
Si la violencia es un fenómeno preocupante para el conjunto de las naciones del mundo, lo es aún más para las naciones latinoamericanas, pues se encuentran en la región más violenta del globo según la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC, por sus siglas en inglés). El continente concentra la tercera parte de los homicidios ocurridos en el planeta, aunque sus habitantes integran a penas al 8% de la población mundial [2].
Antecedentes en América Latina
La violencia en nuestra región se agudiza junto al aumento de la desigualdad socioeconómica, que se aceleró con el auge de las materias primas registrado durante la primera década del siglo XXI. Ésta demanda mundial de los commodities redujo los índices de pobreza, pero aumentó la brecha entre las élites que todo tienen y las masas que viven estrictamente al día [3].
Ni el gasto de los Estados latinoamericanos en seguridad pública, que asciende al doble de la media invertida por los países del mundo desarrollado [4], ni el aumento de 121% de la población carcelaria en la región durante los últimos 20 años[5], han detenido el ascenso de la incidencia de homicidios dolosos y otros crímenes de alto impacto social como el secuestro o las violaciones.
Aún más preocupante es que de este grupo de naciones, México destaca al encontrarse en nuestro país las ciudades más violentas del mundo y presentar fenómenos que aceleran la descomposición social y debilitan el Estado de derecho, como el desplazamiento interno forzado y la elevada impunidad, respectivamente.
En este contexto, resulta impostergable la adopción de nuevas estrategias de atención al fenómeno, desde lógicas distintas a la confrontación directa y la persecución de liderazgos criminales. Si bien el Estado no debe desentenderse del desmantelamiento de organizaciones delictivas, la erradicación de operaciones ilícitas y la eliminación de la corrupción institucional, a estas acciones deben sumarse otras, avocadas a la prevención de los factores que originan y reproducen las violencias desde los entornos domésticos y comunitarios.
No todas las violencias son letales y el hecho de que el principal indicador para medir este fenómeno sea la tasa de homicidios por cada 100 mil habitantes durante un periodo de tiempo y en un territorio determinados, ha provocado que pasen desapercibidas otras violencias que, aunque no mortales, son también lacerantes e incluso propiciatorias para que ocurran nuevos eventos violentos de cada vez mayor gravedad. Nos referimos a la violencia de género –como el acoso sexual, violaciones sexuales perpetradas por familiares o personas allegadas-, violencia contra la infancia, violencia contra las personas adultas mayores, violencia contra personas discapacitadas o con enfermedades mentales, crímenes de odio contra minorías étnicas o grupos con identidades sexuales diversas, acoso escolar y acoso laboral, por mencionar las manifestaciones violentas más recurrentes.
A este proceso de aumento gradual de violencias cotidianas y su mutación en violencias letales se le llama escalada de violencia y consideramos que la mejor forma de eliminarla es prevenir los actos violentos que se encuentran en la base y que frecuentemente ocurren en el seno familiar, los entornos comunitarios y escolares, así como en los espacios de trabajo, ya sean éstos de la iniciativa privada o del sector público.
Situación en México
El aumento de la violencia doméstica y contra las mujeres durante el actual confinamiento en casa es un hecho reconocido ampliamente por el periodismo y las instituciones nacionales e internacionales que trabajan por la protección de las mujeres y los grupos en situación vulnerable.
En todas las sociedades del mundo, el distanciamiento social aplicado como medida sanitaria contra la COVID-19 ha producido en las personas sometidas a este régimen emociones de desbordamiento, tedio y hartazgo por la compañía constante de otra persona, provocando ansiedad, irritación, hastío y una mayor tendencia a la irascibilidad. Este fenómeno ya era conocido en psicología como saturación convivencial[6], un estado de ánimo normal y propio del ser humano, que se agudiza o disminuye según el grado de afinidad con el carácter de las personas con las que se tiene contacto. Esta situación emocional produce conductas indeseables, que pueden parecer egoísmo o ingratitud, pero son normalmente pasajeras y más o menos fáciles de superar en cuanto se recuperan los hábitos rutinarios.
Sin embargo, la prolongada cuarentena y los vaivenes propios de las oleadas infecciosas del virus han provocado un fenómeno nuevo, intermedio entre la depresión y el estado emocional óptimo, una situación que el psicólogo Corey Keyes ha llamado languidez[7]. Es la transición de una reacción inicial de angustia aguda a un estado de incertidumbre crónico. No presenta los síntomas usuales de una enfermedad mental, pero impide el funcionamiento de las personas a su capacidad habitual; la languidez debilita su motivación, interrumpe su capacidad de concentración y disminuye dramáticamente su creatividad y productividad. Parece ser más común que la depresión severa y, de alguna manera, puede ser un factor de riesgo mayor de enfermedad mental.
A la saturación convivencial tradicional y al nuevo fenómeno de la languidez se suman las desventajas estructurales propias de los países en desarrollo, entre ellos el hacinamiento y el deficiente acceso a servicios públicos básicos como agua, drenaje y energía, así como la escasa conectividad de los grupos poblacionales menos favorecidos y la constante presión económica que provoca un ingreso bajo. Todo esto impacta en su capacidad de satisfacer su consumo básico en un amplio sentido: desde la calidad de la dieta de ingieren hasta la calidad de la información a la que tienen acceso para tomar decisiones acertadas de subsistencia.
Este contexto ha provocado un enorme aumento de la violencia doméstica y de género en los países de la región, incluyendo por supuesto a México. Como señaló el secretario general de la ONU, António Guterres, a principios de abril de 2020, luego de su llamado a un alto el fuego global para enfocarse en abordar la pandemia:
“La violencia no se limita al campo de batalla. Para muchas mujeres y niñas, la amenaza es mayor donde deberían estar más seguras. En sus propios hogares…Sabemos que los confinamientos y las cuarentenas son esenciales para suprimir el COVID-19. Pero pueden atrapar a mujeres con parejas abusivas.” [8]
Las llamadas a líneas telefónicas de ayuda, los registros en centros de salud o los ingresos a refugios especializados son algunos de los indicadores utilizados para medir el aumento de los incidentes de violencia doméstica, sin embargo, es muy probable que la incidencia real sea aún mayor en el caso mexicano, pues a la no denuncia por motivos de estigmatización o amedrentamiento hacia las víctimas, se suma la reducción de la oferta pública de estos servicios y, en el contexto de pandemia, las restricciones de movilidad dificultan el uso de los servicios aún disponibles.
Alternativas
El aumento de las capacidades de abordaje y resolución pacífica de los conflictos cotidianos por parte de la población, es una de las estrategias necesaria a implementar para complementar los esfuerzos realizados por los gobiernos de todos los niveles en México para reducir la violencia, frenar el proceso de escalamiento y romper el ciclo de las agresiones de toda naturaleza.
Aumentar las habilidades de la población en esta materia, fortalece el principio de corresponsabilidad en la atención de los grandes retos que afrontan las sociedades modernas y facilita la gobernanza en que descansan los sistemas democráticos contemporáneos. A través de una participación ciudadana cada vez más capaz de demandar a sus autoridades electas y agentes judiciales un mejor desempeño en sus funciones, así como una impartición más expedita de la justicia por parte de los magistrados y las judicaturas, la reinstauración del Estado de derecho se presenta más factible.
La participación de la sociedad civil es indispensable para lograr una cobertura suficiente entre la población y su actividad autónoma del poder político es necesaria para no distorsionar los conocimientos compartidos a través de filtros ideológicos o intereses electorales ajenos a los objetivos perseguidos.
El Observatorio de Seguridad Humana de la Región de Apatzingán es una de las entidades de la Sociedad civil que realiza un trabajo permanente de estudio y promoción de la cultura de paz como alternativa de abordaje a esta problemática, desde un enfoque de seguridad humana y con una vocación permanente de vinculación con otros grupos de la sociedad organizada, con los diversos órdenes de gobierno y con organismos internacionales, en beneficio de la población.
[1] Organización Mundial de la Salud, Informe Mundial sobre la Violecia y la Salud. Sinopsis, Ginebra, 2002, 12 pp. Disponible en línea [última consulta: 29/04/2021]: https://www.who.int/violence_injury_prevention/violence/world_report/en/abstract_es.pdf
[2] Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito, Informe Mundial sobre Drogas y Crimen Organizado, Viena, 2020. Disponible en línea [última consulta: 03/04/2021]: https://wdr.unodc.org/wdr2020/index.html
[3] En otras palabras: los dueños y accionistas de los consorcios, quienes pudieron beneficiarse de la economía de mercado globalizada, aumentaron sus fortunas aceleradamente, sin que un beneficio proporcional se registrara en la base trabajadora que hizo posible ese aprovechamiento de las riquezas naturales de los territorios que habitan. Un importante ejemplo de la explotación laboral actual y origen de la desigualdad por la concentración de la riqueza.
[4] JAITMAN Laura (editora), Los costos del crimen y de la violencia. Nueva evidencia y hallazgos en América Latina y el Caribe, Nueva York, Banco Interamericano de Desarrollo, 2017, 117 pp. Disponible en línea [última consulta 03/05/2021]: https://publications.iadb.org/publications/spanish/document/Los-costos-del-crimen-y-de-la-violencia.htm
[5] Según el Informe Mundial sobre Prisiones 2020, del Instituto de Investigaciones sobre Políticas de Justicia y Crimen, de la Universidad de Londres.
[6] BORREGO Paula, “Saturación convivencial. Estoy rodeado de mis seres queridos pero me apetece estar en soledad”, artículo digital publicado en www.psicodifusion.es, publicado: 05/08/2019.
[7] GRANDT Adam, “Hay un nombre para el ‘bah’ que estás sintiendo: se llama languidecer”, artículo digital publicado en www.nytimes.com, publicado: 19/04/2019, actualizado: 22/04/2021.
[8] LÓPEZ-CALVA Luis Felipe, “¿No hay lugar más seguro que el hogar?: El aumento de la violencia doméstica y de género durante los confinamientos por COVID-19 en ALC”, artículo digital publicado en www.latinamerica.undp.org, publicado: 03/11/2020.